A mis animales
A mis gatos y a mis perros,
Pero especialmente a mi gata
Y a todos sus gatitos muertos.
“La cría
de los hijos como la cría
de ganado como
pisar uvas es arte
menor, para un jefe
de hogar”
(Martín Rodríguez en Paniagua).
Me acuerdo que a la última cría la llevé al departamento de mi abuela, el de al lado de las vías de tren. Pero no hubo caso, ningún gatito sobrevivió: a los quince días de encierro, cada uno había tomado la decisión fatal de tirarse por la ventana. “Los habrá agarrado un tren”, me decía mi abuela y la idea mucho no me tranquilizaba.
Todo eso pasó porque sus anteriores hermanos no habían sobrevivido a una comilona paterno- materna. Cuando era chica no podía creer que se los hubiera comido el padre gato (hoy dudo de que haya sido él). Una mañana me levanté y encontré las sobras: pelos pegoteados con sangre en las paredes blancas del patio. Por eso, a la otra cría, decidí llevármela lejos junto con la gata.
Pero, como a pesar de la mudanza, los pequeños gatos no sobrevivían, decidí castrar a la madre. Así, el pobre animal, perdió su instinto gatuno (la gata no maullaba más, pero tampoco hablaba). Yo, a mi corta edad, había tenido que tomar la difícil decisión de desanimalizarla para dejar, como siempre, la humana domesticación por la mitad.
Con mujeres o sin mujeres
la vida de los gatos
estaba hecha añicos.
Eran gatos marrones
que tensaban la pata,
pero también tenían
su paraíso:
estaba antes
mucho antes
de la succión de la leche
de su corto
mundo comido.
* novela de Didier Van Cauwelaert